Cuando la isla viene a visitarme se llena la casa de mar. Entonces al marchar se queda la casa vacía llena de sal y llena de arena. Como queda la playa cuando vacía la marea. Como queda una taza de café vacía. Cómo queda una copa de vino vacía. Como una salina.
Las estatuas también sueñan. Ya sean de mármol o de bronce. También ellas están hechas del mismo material del que se tejen los sueños. Y a la estatua de la calle del Pez le gusta mucho su calle, su esquina, su gente. Pero nadie imagina que hay noches en que sueña que desclava los pies del suelo y sale corriendo hasta el mar. Porque en uno de sus libros ha leído que en una ciudad europea hay otra estatua viviendo su sueño.
Y es que a la estatua de la calle del Pez le hubiera gustado que la esculpieran sirena.
Mientras, en Copenhague, a orillas del mar hay una estatua sentada en una roca sobre su cola de pez que sueña con tener pies y más horas de sol y una calle vestida de fiesta.
[Con este texto que escribí para el II Concurso de Microrrelatos Calle del Pez que la librería Cervantes y Cía celebró en 2016, quedé finalista]
[Con esta versión de Valeria Castro de ‘Copenhague’ de Vetusta Morla hoy al escucharla de nuevo me he acordado de este texto, al que solo le he añadido la frase de Shakespeare. Con ella le pongo música a esta historia que le viene como anillo al dedo]
Esta noche me ha dado por escuchar a Armando Manzanero y me he descubierto cantándola a viva voz por la casa y emocionándome al recordarme de niña cuando las escuchaba.
Y es que contigo aprendí:
A sentir nostalgia de las cosas que aún no han pasado. Era todavía una niña, sonaba esta canción y un sentimiento de pena me sobrecogió de repente.
Él se dio cuenta una noche cuando dio en su teléfono móvil con una de las últimas fotografías en las que salían juntos. En la vida y en la foto. Fue alrededor de una mesa en una fiesta en casa de unos amigos. No se juntaron para la foto, no se cogieron por la cintura. Les habrían dicho, «¡chicos, foto!» y ni se molestaron en arrimarse. Solo miraron al objetivo y sonrieron, eso sí. Él se detuvo un rato en aquella fotografía, nunca antes lo había hecho. No la recordaba siquiera, una foto por cierto que ya avisaba de lo que días después iba a ocurrir. Pero de pronto se fijó en algo: en la pared, al fondo sus sombras parecían abrazarse. En la última fotografía en la que aparecen juntos las sombras se abrazan y ellos no. Y en un impulso de melancolía y paradojas de la vida recortó la imagen guardándose en el móvil el recorte de sus sombras abrazándose en la pared.
Aquella noche al ir a apagar la luz fue cuando se dio cuenta: su cuerpo no hacía sombra con la lámpara de pie. No tenía sombra en ningún lado de la casa. ¿Por qué? ¿Y desde cuándo? ¿Sería posible que no se hubiera dado cuenta hasta ahora o la acababa de perder? Todos los objetos de la casa a los que les llegaba la luz hacían sombra. Todo menos él. ¡La había perdido!
Aquel día en la fiesta las sombras se abrazaron pero no solo se abrazaron también se besaron, se superpusieron, hicieron el amor y escaparon de ellos, de los cuerpos a los que pertenecían. Y viajaron, descubrieron lugares nuevos, otras primaveras, otros inviernos, otros mares, otras luces, otras sombras, otras canciones, otros olores, otros vientos. Las sombras habían permanecido juntas todo este tiempo pero ellos, los cuerpos, los iluminados, no habían vuelto a verse más. No habían vuelto a ver su sombra siquiera y ni se habían dado cuenta.
Ella se percató de que había perdido su sombra un día en un paseo al atardecer junto a otros cuerpos. Iban andando juntos, por delante las sombras alargadas de la tarde sobre el asfalto. Y caminaran por donde caminaran siempre faltaba una sombra. Hasta que al despedirse del grupo se dio cuenta de que la que faltaba efectivamente, como se estaba temiendo, era la suya. Entonces cada uno por separado tomó la misma decisión: salir en busca de su sombra. No importaba el tiempo que les llevara. Ni el tiempo que hiciera. ¿Hasta dónde puede llegar una sombra?, se preguntaban. No se puede ir sin sombra por la vida, pensaron. Uno no es nadie sin su sombra, la luz te atraviesa, no existes, aterrador.
Bajo el sol. Bajo la luna. Bajo la lluvia. Bajo la luz de las farolas, de la barra de un bar las buscaron. Las buscaron. Las buscaron. Hasta que al fin las encontraron los dos al mismo tiempo, en el mismo lugar. Estaban juntas, claro, a los pies de un faro junto a unas rocas, viendo al sol ponerse en el mar. Él bordeó por un lado el faro, ella lo hizo por el otro lado. Y se encontraron de frente. Se sorprendieron. Se miraron. Se reconocieron. Se desconocieron. Y no se acercaron. Y desviaron la mirada hacia el sol que se ponía en el mar, como si les hubieran dicho de nuevo: «¡chicos, foto!». Las sombras a lo suyo, absortas en aquel espectáculo de colores naranjas, rosas, azules no advirtieron la presencia de sus cuerpos. Al rato él miró entonces al faro que se alzaba imponente uniformado a rayas rojas y blancas. Ella también miró. Allí dos sombras sobre la pared se abrazaban, ¡eran sus sombras! ¡Las habían encontrado! Llegaron hasta ellas despacito, disimulando. Las sombras se abrazaron más aún temiendo una reprimenda. Pero nadie dijo nada. Nada de nada.
Al sol ya se lo había tragado el mar. Los cuerpos tragándose su orgullo y dignidad disimulaban cada uno por su lado intentando mantener la compostura sin saber el uno del otro que disimulaban por la misma razón. Solo un loco creería a otro loco si le dijera que había perdido su sombra y la acababa de encontrar. Solo una loca contaría con emoción que acababa de encontrarse con su sombra junto al faro. Él no quería marcharse de allí por miedo a volver a perderla. Ella deseó con todas sus fuerzas que se parara el Sol o la Tierra. Las sombras aprovechando la coyuntura disimulaban también. Ni los cuerpos ni las sombras se movieron. Como en una foto.
El cielo se iba apagando. Las sombras se abrazaban aún. Los cuerpos miraban a las sombras, y se miraban entre ellos y callaban como dos tímidos desconocidos que no saben aún cómo atinar. No se atrevían a abrir la boca ni a dar un paso. Las sombras tampoco. Pronto oscurecería y aprovecharían para volver a escapar. Además aquella noche la luna brillaría por su ausencia.
El faro se encendió y el cielo se apagó del todo en aquel lugar remoto de la costa sin una casa, una tasca, una farola, una luna que diera algo de luz salvo aquel imponente faro. Solo las rocas, un camino de tierra en cuesta, una explanada en lo alto y una montaña de arena era todo lo que allí había. Y el mar. Y ellos. Y el faro. Así cuando el cielo se apagó las sombras lo hicieron con él. Los cuerpos con disimulo –para despedirse quizá– acariciaron la pared en el lugar exacto en donde las habían encontrado. El cielo se cubrió todo de estrellas y lentamente los cuerpos vencidos y cabizbajos emprendieron el camino de vuelta. Sin cruzar palabra alguna. Vacíos de esperanza. Rezagados. Vacilando. Él unos pasos por delante de ella, fueron marchándose por dónde vinieron. Al subir la cuesta vieron cómo los haces de luz bañaban el camino de tierra, la explanada en lo alto y la pequeña montaña de arena. Y entonces, y contra todo pronóstico, por el camino aparecieron las sombras junto a ellos. ¡Iban de la mano! Y ya sobre la explanada las sombras parecían bailar al son de las ráfagas de luz. Los cuerpos por miedo quizá a volver a perderlas no pudieron por más tiempo ocultar tanta algarabía interna y se miraron y se comprendieron. Se desenmascararon al fin, se confesaron y se reconciliaron. Y aliviados sonrieron y claro, se abrazaron. Y también bailaron. Se abrazaron y bailaron todo el tiempo a golpe de luz y sombra. Y se besaron. Y se lloraron. Y se volvieron a mirar. Y se rieron. Y se volvieron a besar. Se terminaron comiendo.
¿Y las sombras qué hicieron? Pues, ¿qué iban a hacer? Lo mismo que ellos.
Aquella noche junto al faro las sombras hicieron con ellos lo que ellos quisieron.
¿Y después ellos qué hicieron?
Después de aquella noche junto al faro ellos volvieron a conocerse de nuevo, ahora que todavía se querían. Y viajaron, descubrieron lugares nuevos, otras primaveras, otros inviernos, otros mares, otras luces, otras sombras, otras canciones, otros olores, otros vientos.
Y este texto inspirado en la historia inspirada en la fotografía:
CUANDO LAS SOMBRAS SE ABRAZAN
Hay sombras que te persiguen todo el tiempo
y sombras que van por delante.
Hay quien intenta huir de su sombra.
Hay quien busca el cobijo de otras sombras.
Hay sombras que desparecen
que se alejan, que se acercan,
que se deforman,
que se agrandan o encogen.
Hay sombras por el suelo,
por las mesas, las paredes
tras las cortinas, sobre el mar.
Hay sombras que se abrazan.
Y cuando las sombras se abrazan
y los cuerpos se separan
se desprenden de los cuerpos
porque no los necesitan,
y se abrazan todo el tiempo.
Ni toda la luz del mundo
ni la oscuridad más absoluta
podrá desaparecer jamás
dos sombras que se abrazan.
Pero un cuerpo no es nadie sin su sombra
y cuando la luz da de nuevo con nosotros
no se sabe aún a ciencia cierta
si regresan a nuestros pies las sombras
o somos nosotros los que regresamos
a los pies de ellas.
A continuación le mostramos todo cuanto estará a su disposición durante su vuelo. Relájese, póngase cómodo, haga todo lo que siempre quiso hacer en un avión: estire las piernas, quítese los zapatos, abra la ventanilla...en fin.
Nuestra intención es hacerle sentir como en casa.
Cualquier duda a bordo no dude en comunicarla a la tripulación.
¡Feliz vuelo!