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Tienen algo de cohete los faros.

De nave espacial,

de centro de lanzamiento,

apuntando al cielo,

de cuenta atrás.

Tienen algo de astronauta los faros.

De traje hermético y escafandra,

de aislamiento.

Tienen algo de cohete de luces los faros.

De resplandor en la noche,

de ilusión,

de fuego artificial.

Tienen algo de estrella los faros.

En lontananza,

de referencia,

de confín,

de titileo,

de vaivén,

de titubeo.

Tienen algo de estrella fugaz.

Posos

Cuando la isla viene a visitarme
se llena la casa de mar.
Entonces al marchar
se queda la casa vacía
llena de sal y llena de arena.
Como queda la playa cuando vacía la marea.
Como queda una taza de café vacía. Cómo queda una copa de vino vacía. Como una salina.

Queda mi casa como poso de la vida.

Tienen algo de barco los faros.

De mástil desnudo de velas,

de cabina de mando,

de cubierta y casco ensalitrados.

Tienen algo de barco los faros.

De barco encallado,

que no mece el mar,

lo estremece.

Y lo baña.

Lo colma. Y le calma.

Que no mueve el viento,

que le conmueve la brisa.

Barco encallado que avisa

del peligro,

de la muerte.

Que socorre y que salva la vida.

Tienen algo de barco los faros.

Tienen todo el mar

por delante,

cortando el aire

sobresalientes pero acorralados.

Tienen algo de barco los faros

que en la noche van dejando estelas de luz en el mar

a su paso,

que su luz se abre paso en la bruma.

El faro que es barco,

y es torre, y chimenea,

y es roca,

y es casa, camarote,

y es árbol, raíz,

es pilar, cimiento, rascacielos,

es agua y es fuego.

El faro que es vida y naufragio,

canto de sirenas,

estrella,

linterna,

y regazo.

Faro de la Mola. Imagen sacada de 4mentera.com

La estatua

Las estatuas también sueñan. Ya sean de mármol o de bronce. También ellas están hechas del mismo material del que se tejen los sueños. Y a la estatua de la calle del Pez le gusta mucho su calle, su esquina, su gente. Pero nadie imagina que hay noches en que sueña que desclava los pies del suelo y sale corriendo hasta el mar. Porque en uno de sus libros ha leído que en una ciudad europea hay otra estatua viviendo su sueño.

Y es que a la estatua de la calle del Pez le hubiera gustado que la esculpieran sirena.

Mientras, en Copenhague, a orillas del mar hay una estatua sentada en una roca sobre su cola de pez que sueña con tener pies y más horas de sol y una calle vestida de fiesta.

[Con este texto que escribí para el II Concurso de Microrrelatos Calle del Pez que la librería Cervantes y Cía celebró en 2016, quedé finalista]

[Con esta versión de Valeria Castro de ‘Copenhague’ de Vetusta Morla hoy al escucharla de nuevo me he acordado de este texto, al que solo le he añadido la frase de Shakespeare. Con ella le pongo música a esta historia que le viene como anillo al dedo]

Aunque tú no lo sepas te inventaba conmigo.

Luis García Montero

Aunque tú ya lo sepas

me imagino contigo

siempre que te marchas,

iluminando esa parte de ti

que deja fría la casa.

Aunque tú ya lo sepas

me sigo sentando en mi lado a la mesa,

no me abandono del todo en el sofá

y te invento canciones.

Aunque tú ya lo sepas

le doy un beso a la almohada

y mi mano te busca

como cuando sí estás

porque tú ya lo sabes:

dormir contigo

es mejor que a tu lado.

Aunque tú ya lo sepas

aprendí a dormir sola

y contigo lo desaprendí.

Aunque tú ya lo sepas

hay días que te cojo un jersey, un abrigo

y salgo contigo a la compra o de viaje,

a tirar la basura, a comer

o a tomar unas cañas con los viejos amigos.

Aunque tú ya lo sepas

cuando te vas no me muero,

cuando me quedo y te vas

tú tampoco te mueres.

Pero tú ya lo sabes

cómo me cuesta

esta cama de amor, estas noches,

cualquier rincón de la casa

que se queda frío cuando te marchas.

Aunque tú ya lo sepas

lo escribo a los cuatro vientos

y a Luis, a Quique y a Enrique Urquijo

les debo estos versos.

Cómo no imaginarme contigo

ahora que no estás

si yo como ellos también he vivido

y vivo

como la luz de un sueño

porque antes de ti también te inventaba conmigo

sí, aunque esto

tú no lo sepas.

Buena mar

El mar también es otra cosa;

el mar se tiene o no se tiene.

El mar se lleva o no se lleva.

Yo por ejemplo,

llevo el mar en el nombre

pero también en las venas.

Ella a su vez, lo lleva en la boca

pero también en sus ojos

color planeta Tierra.

También lo lleva Marte.

También la mariposa.

Lo tiene amar.

Lo tiene marcharse.

El mar nunca está quieto.

El mar te lleva o no te lleva.

El mar, la mar,

que viene y va

como mi sangre.

Como su boca.

Como cuando escribo mi nombre

como cuando no puedo mirar sus ojos

porque no está.

Como cuando pienso en su boca

porque está lejos.

Como cuando bate el temporal

a este lado del pecho.

Como cuando tiene que irse.

Como cuando me llama.

Como cuando regresa.

Como cuando después del vaivén

la cama toda es salitre.

Esta noche me ha dado por escuchar a Armando Manzanero y me he descubierto cantándola a viva voz por la casa y emocionándome al recordarme de niña cuando las escuchaba.

Y es que contigo aprendí:

A sentir nostalgia de las cosas que aún no han pasado. Era todavía una niña, sonaba esta canción y un sentimiento de pena me sobrecogió de repente.

Aprendí a descubrir el más dulce de los besos.

A mantener un cariño limpio y puro.

A apagar la luz para pensar en ellos.

Y a ver llover algunas tardes como tú lo hacías.

Parece que fue ayer y ya han pasado tantos años.

La boca fuego

Tiembla mi cuerpo al saber

que ya vuelvo a casa contigo.

Llevo un volcán en el pecho

cansado de estar dormido.

Se me hace la boca fuego

me arden miles de besos.

Voy a explotar

de felicidad.

Exhibición de fuegos

lluvia de besos

lengua de lava

tú abrazas yo abraso

ojos en lágrimas

y un malpaís por la casa.

Una isla en Madrid

el mar y la magua.

Él se dio cuenta una noche cuando dio en su teléfono móvil con una de las últimas fotografías en las que salían juntos. En la vida y en la foto. Fue alrededor de una mesa en una fiesta en casa de unos amigos. No se juntaron para la foto, no se cogieron por la cintura. Les habrían dicho, «¡chicos, foto!» y  ni se molestaron en arrimarse. Solo miraron al objetivo y sonrieron, eso sí. Él se detuvo un rato en aquella fotografía, nunca antes lo había hecho. No la recordaba siquiera, una foto por cierto que ya avisaba de lo que días después iba a ocurrir. Pero de pronto se fijó en algo: en la pared, al fondo sus sombras parecían abrazarse. En la última fotografía en la que aparecen juntos las sombras se abrazan y ellos no. Y en un impulso de melancolía y paradojas de la vida recortó la imagen guardándose en el móvil el recorte de sus sombras abrazándose en la pared.

Aquella noche al ir a apagar la luz fue cuando se dio cuenta: su cuerpo no hacía sombra con la lámpara de pie. No tenía sombra en ningún lado de la casa. ¿Por qué? ¿Y desde cuándo? ¿Sería posible que no se hubiera dado cuenta hasta ahora o la acababa de perder? Todos los objetos de la casa a los que les llegaba la luz hacían sombra. Todo menos él. ¡La había perdido!  

Aquel día en la fiesta las sombras se abrazaron pero no solo se abrazaron también se besaron, se superpusieron, hicieron el amor y escaparon de ellos, de los cuerpos a los que pertenecían. Y viajaron, descubrieron lugares nuevos, otras primaveras, otros inviernos, otros mares, otras luces, otras sombras, otras canciones, otros olores, otros vientos. Las sombras habían permanecido juntas todo este tiempo pero ellos, los cuerpos, los iluminados, no habían vuelto a verse más. No habían vuelto a ver su sombra siquiera y ni se habían dado cuenta.

Ella se percató de que había perdido su sombra un día en un paseo al atardecer junto a otros cuerpos. Iban andando juntos, por delante las sombras alargadas de la tarde sobre el asfalto. Y caminaran por donde caminaran siempre faltaba una sombra. Hasta que al despedirse del grupo se dio cuenta de que la que faltaba efectivamente, como se estaba temiendo, era la suya. Entonces cada uno por separado tomó la misma decisión: salir en busca de su sombra. No importaba el tiempo que les llevara. Ni el tiempo que hiciera. ¿Hasta dónde puede llegar una sombra?, se preguntaban. No se puede ir sin sombra por la vida, pensaron. Uno no es nadie sin su sombra, la luz te atraviesa, no existes, aterrador.  

Bajo el sol. Bajo la luna. Bajo la lluvia. Bajo la luz de las farolas, de la barra de un bar las buscaron. Las buscaron. Las buscaron. Hasta que al fin las encontraron los dos al mismo tiempo, en el mismo lugar. Estaban juntas, claro, a los pies de un faro junto a unas rocas, viendo al sol ponerse en el mar. Él bordeó por un lado el faro, ella lo hizo por el otro lado. Y se encontraron de frente. Se sorprendieron. Se miraron. Se reconocieron. Se desconocieron. Y no se acercaron. Y desviaron la mirada hacia el sol que se ponía en el mar, como si les hubieran dicho de nuevo: «¡chicos, foto!». Las sombras a lo suyo, absortas en aquel espectáculo de colores naranjas, rosas, azules no advirtieron la presencia de sus cuerpos. Al rato él miró entonces al faro que se alzaba imponente uniformado a rayas rojas y blancas. Ella también miró. Allí dos sombras sobre la pared se abrazaban, ¡eran sus sombras! ¡Las habían encontrado! Llegaron hasta ellas despacito, disimulando. Las sombras se abrazaron más aún temiendo una reprimenda. Pero nadie dijo nada. Nada de nada.

Al sol ya se lo había tragado el mar. Los cuerpos tragándose su orgullo y dignidad disimulaban cada uno por su lado intentando mantener la compostura sin saber el uno del otro que disimulaban por la misma razón. Solo un loco creería a otro loco si le dijera que había perdido su sombra y la acababa de encontrar. Solo una loca contaría con emoción que acababa de encontrarse con su sombra junto al faro. Él no quería marcharse de allí por miedo a volver a perderla. Ella deseó con todas sus fuerzas que se parara el Sol o la Tierra. Las sombras aprovechando la coyuntura disimulaban también. Ni los cuerpos ni las sombras se movieron. Como en una foto.

El cielo se iba apagando. Las sombras se abrazaban aún. Los cuerpos miraban a las sombras, y se miraban entre ellos y callaban como dos tímidos desconocidos que no saben aún cómo atinar. No se atrevían a abrir la boca ni a dar un paso. Las sombras tampoco. Pronto oscurecería y aprovecharían para volver a escapar. Además aquella noche la luna brillaría por su ausencia.

El faro se encendió y el cielo se apagó del todo en aquel lugar remoto de la costa sin una casa, una tasca, una farola, una luna que diera algo de luz salvo aquel imponente faro. Solo las rocas, un camino de tierra en cuesta, una explanada en lo alto y una montaña de arena era todo lo que allí había. Y el mar. Y ellos. Y el faro. Así cuando el cielo se apagó las sombras lo hicieron con él. Los cuerpos con disimulo –para despedirse quizá– acariciaron la pared en el lugar exacto en donde las habían encontrado. El cielo se cubrió todo de estrellas y lentamente los cuerpos vencidos y cabizbajos emprendieron el camino de vuelta. Sin cruzar palabra alguna. Vacíos de esperanza. Rezagados. Vacilando. Él unos pasos por delante de ella, fueron marchándose por dónde vinieron. Al subir la cuesta vieron cómo los haces de luz bañaban el camino de tierra, la explanada en lo alto y la pequeña montaña de arena. Y entonces, y contra todo pronóstico, por el camino aparecieron las sombras junto a ellos. ¡Iban de la mano! Y ya sobre la explanada las sombras parecían bailar al son de las ráfagas de luz. Los cuerpos por miedo quizá a volver a perderlas no pudieron por más tiempo ocultar tanta algarabía interna y se miraron y se comprendieron. Se desenmascararon al fin, se confesaron y se reconciliaron. Y aliviados sonrieron y claro, se abrazaron. Y también bailaron. Se abrazaron y bailaron todo el tiempo a golpe de luz y sombra. Y se besaron. Y se lloraron. Y se volvieron a mirar. Y se rieron. Y se volvieron a besar. Se terminaron comiendo.

¿Y las sombras qué hicieron? Pues, ¿qué iban a hacer? Lo mismo que ellos.

Aquella noche junto al faro las sombras hicieron con ellos lo que ellos quisieron.

¿Y después ellos qué hicieron?

Después de aquella noche junto al faro ellos volvieron a conocerse de nuevo, ahora que todavía se querían. Y viajaron, descubrieron lugares nuevos, otras primaveras, otros inviernos, otros mares, otras luces, otras sombras, otras canciones, otros olores, otros vientos.

Una historia inspirada en esta fotografía que compartió Mara Torres en Twitter cuando estuvo Raúl Pérez de Gatopardo en El Faro de la Ser. Yo respondí al tuit con un «Y las sombras se abrazan…» y Raúl Pérez dijo que sería un buen título para un libro. Para un libro no me ha dado pero sí para este relato como homenaje. En la foto, claro, Raúl Pérez y Mara Torres en El Faro de la Cadena Ser. Al fondo en la pared sus sombras se abrazan.

Y este texto inspirado en la historia inspirada en la fotografía:

CUANDO LAS SOMBRAS SE ABRAZAN

Hay sombras que te persiguen todo el tiempo 
y sombras que van por delante. 
Hay quien intenta huir de su sombra. 
Hay quien busca el cobijo de otras sombras. 
Hay sombras que desparecen
que se alejan, que se acercan, 
que se deforman, 
que se agrandan o encogen. 
Hay sombras por el suelo, 
por las mesas, las paredes 
tras las cortinas, sobre el mar. 

Hay sombras que se abrazan. 
Y cuando las sombras se abrazan 
y los cuerpos se separan 
se desprenden de los cuerpos 
porque no los necesitan,  
y se abrazan todo el tiempo. 

Ni toda la luz del mundo 
ni la oscuridad más absoluta 
podrá desaparecer jamás 
dos sombras que se abrazan. 

Pero un cuerpo no es nadie sin su sombra 
y cuando la luz da de nuevo con nosotros 
no se sabe aún a ciencia cierta 
si regresan a nuestros pies las sombras 
o somos nosotros los que regresamos 
a los pies de ellas. 


La isla

La isla

a la manera de San Borondón

aparece y desaparece a su antojo.

Cuanto más pienso en ella más lejos me parece.

Cuanto más la veo más se me escapa.

Cuando estoy en ella

desaparezco.

La isla no está fija en el mar.

La isla se mueve. Me remueve.

Cuando la vivo me revive

cuando estoy en ella

cuando ellos están

cuando estoy con ellos

estoy.

Que en la bruma yo también desaparezco y aparezco

como San Borondón.

La isla no es solo un trozo de tierra.

La isla vive en mí

y yo vivo en ella

aún sin vivir allí.

Que un sin vivir es vivir lejos del mar.

Pero el mar no es el de las olas y las mareas

–así como la isla no es solo un trozo de tierra–.

El mar no es el azul ni el gris ni el verde,

bravo o en calma.

El mar es otra cosa.

El mar se tiene o no se tiene.

La isla

que llevo dentro

que aparece y desaparece

–como yo–

que se ahoga

–como yo–

en este Madrid de bruma gris y polvoriento

al que no le llega ni el eco de un alisio.

Este Madrid que ni es tierra tampoco

ni es mar ni es viento,

apenas faro ya, apenas puerto.

Un Madrid también ahogado,

un Madrid enterrado, moribundo, si no muerto

me quiere seguir viviendo

porque entre tanto gris también hay soles y cielos abiertos,

de los de siempre y soles nuevos,

y el horizonte como un alféizar al que siempre quiero asomarme.

Y también está ella: lluvia, ría y estrella,

ella, que es golpe de aire fresco y brisa marina en la bruma,

ella, una boca llena de peces y sal.

Sal de mi vida. Sal de Madrid.

Pero en el horizonte a través de la bruma: la isla, siempre la isla.

Flotándome en el pecho

aparece y desaparece con cada latido

con cada hora que creo perdida, cada suspiro, cada moto, coche, grito,

ruido que bulle calle abajo calle arriba

y retumban en este tan céntrico, tan lleno de plantas y madrileño segundo piso.

San Borondón no es más que la ilusión de una isla

como la que llevo aquí adentro,

que no es tierra, ni es mar, ni es viento

que es la gente a la que quiero.

¿Qué va a salvarme de ti, Madrid?

¿Quién, cómo, cuándo?

¿Quién puede vivir aquí

llevando una isla dentro?