La isla
a la manera de San Borondón
aparece y desaparece a su antojo.
Cuanto más pienso en ella más lejos me parece.
Cuanto más la veo más se me escapa.
Cuando estoy en ella
desaparezco.
La isla no está fija en el mar.
La isla se mueve. Me remueve.
Cuando la vivo me revive
cuando estoy en ella
cuando ellos están
cuando estoy con ellos
estoy.
Que en la bruma yo también desaparezco y aparezco
como San Borondón.
La isla no es solo un trozo de tierra.
La isla vive en mí
y yo vivo en ella
aún sin vivir allí.
Que un sin vivir es vivir lejos del mar.
Pero el mar no es el de las olas y las mareas
–así como la isla no es solo un trozo de tierra–.
El mar no es el azul ni el gris ni el verde,
bravo o en calma.
El mar es otra cosa.
El mar se tiene o no se tiene.
La isla
que llevo dentro
que aparece y desaparece
–como yo–
que se ahoga
–como yo–
en este Madrid de bruma gris y polvoriento
al que no le llega ni el eco de un alisio.
Este Madrid que ni es tierra tampoco
ni es mar ni es viento,
apenas faro ya, apenas puerto.
Un Madrid también ahogado,
un Madrid enterrado, moribundo, si no muerto
me quiere seguir viviendo
porque entre tanto gris también hay soles y cielos abiertos,
de los de siempre y soles nuevos,
y el horizonte como un alféizar al que siempre quiero asomarme.
Y también está ella: lluvia, ría y estrella,
ella, que es golpe de aire fresco y brisa marina en la bruma,
ella, una boca llena de peces y sal.
Sal de mi vida. Sal de Madrid.
Pero en el horizonte a través de la bruma: la isla, siempre la isla.
Flotándome en el pecho
aparece y desaparece con cada latido
con cada hora que creo perdida, cada suspiro, cada moto, coche, grito,
ruido que bulle calle abajo calle arriba
y retumban en este tan céntrico, tan lleno de plantas y madrileño segundo piso.
San Borondón no es más que la ilusión de una isla
como la que llevo aquí adentro,
que no es tierra, ni es mar, ni es viento
que es la gente a la que quiero.
¿Qué va a salvarme de ti, Madrid?
¿Quién, cómo, cuándo?
¿Quién puede vivir aquí
llevando una isla dentro?
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